7 de marzo de 2010

Adelante, muchacho





Dime si no se parece al ex presidente Alan, Rocío. Prorrumpió el abuelo. Éste es igual a su padre, sin lugar a dudas es un Ochoa, lleva el porte, la talla, la pinta y el sello de un Ochoa, a ver párate, párate, no te digo, este va a ser más alto que su padre, más alto que su abuelo. Ensalzaba el viejo a sus anchas, con el alborozo de una carcajada que sonrosaban sus cachetes fofos, a ese aun pequeño, retraído y regordete niño que pertenecía a su más distinguida estirpe: Yo.

Rocío, mi madre, de forma obsequiosa, lo escuchaba muy atenta, mientras las tías, primas y primos presentes nos pulverizaban con sus ojos de rechazo y sus risitas fabricadas.

Y cómo le va en el colegio. Curioseó el veterano. Muy bien, don Felipe. Contestó mi madre. Gracias a Dios ocupó el primer puesto este año. Ah caramba, chanconcito me resultó el muchacho. Se admiró el inmenso hombre, mientras escrutaba gesticulando a la concurrencia de par en par, y la copa de coñac que mecía suavemente en su mano amenazaba con rebasar.

Fijo que lo de inteligente lo heredó de su padre. Prorrumpió la tía Estela, con una risita maliciosa, dirigiéndose a la espontánea tía Beatriz mientras ambas estallaban en un mar de insoportables carcajadas.

Mi madre emuló una de las sonrisas de la casa de los Ochoa, cual cumplido concedido, reír en ese entorno se aproximaba a mandarse al demonio pero con maneras.

Las carcajadas cesaron, el abuelo tomó un sorbo de la copa, posó su pesada mano sobre mi cabeza, y me preguntó: Tu abuela me contó que te encanta ir a la iglesia, es eso cierto, muchacho, te agrada la misa, te gusta escuchar la palabra del Señor. Fijé la mirada temerosa en su decrépito rostro y sacudí la cabeza. Le gusta mucho, don Felipe. Mi madre asistió a la respuesta. Con decirle que me pidió que hablara con el Padre Francisco para que él fuese su monaguillo en las misas dominicales. Ah caray. Se turbó el viejo. Quiere ser curita el muchacho. Bueno es propio de la edad. Prosiguió el sexagenario. Luego se le pasará, ya verás, mocoso, serás un mujeriego, un playboy como tu abuelo, sino calcula cuantos tíos tienes. Sin lugar a duda mi Pierre será un donjuán. Garantizó mi madre. Hasta me resultó todo un romántico, don Felipe. ¿Romántico? Se asombró él. Así es. Continuó ella. Le encanta tocar el piano, siempre le pido que me engría con Ballade pour Adeline, es la que mejor le sale. Pero sobre todo le encanta escribir poemitas. ¿Poemitas de amor? Preguntó con sorna el viejo. Sí, de amor. Respondió ella. El abuelo me contempló con sus ojitos diminutos y graciosos. Acaso estás enamorado, muchacho. Me preguntó. No, abuelito. Respondí al fin. Escribo porque me gusta.

Y nos puedes deleitar ahora con uno de tus poemas. Propuso él. Vamos, amor. Me alentó mi madre. Recítale uno de tus poemitas al abuelo, que tiene muchas ganas de oírte. Me puse de pie, enterré la mirada al suelo, y en mis adentros rebuscaba el verso inicial de uno de ellos.

Sólo espero que no seas como ese que se hace llamar mi hermano, muchacho. Increpó el enorme hombre. También le gustaba mucho escribir, desde muy niño, como tú. Mi padre era feliz oyéndolo exclamar sus poemas de palabras ampulosas y difíciles. Muchas veces llegue a pensar que ni él mismo lograba comprender esas frases enrevesadas y armoniosas. Hasta que después de muchos años publicó un libro en el que se dedicó a perjudicarme. Eso indignó a toda la familia, por supuesto. Nunca hagas eso, muchacho. Nunca emplees el lápiz y las hojas para dañar a los demás, en pocas palabras: nunca seas una mierda. Bueno, ahora sí, basta ya de malos recuerdos. No valen la pena. Adelante, muchacho.

23 de febrero de 2010

¿Has visto a los fantasmas?








Son las dos de la madrugada del martes y no logro dormir, busco una posición adecuada, que me produzca el ansiado sueño, en mi confortable cama y en el esponjoso colchón que compré hace unos días, pero no tengo éxito.


Me levanto de la cama un tanto sofocado, rendido, y con la ligera sospecha de haber sido maliciosamente estafado por el atento sujeto de mangas de camisa que me vendió el colchón garantizándome que dormiría plácidamente como el tipo que aparece con su mujer en el comercial de dicho producto adormecedor, aunque en el fondo sé que el desgraciado duerme feliz porque tiene una bella mujer al lado y no por su afeminado colchón de marca celestial.
Me dirijo a la cocina por un vaso de agua, quizás para relajarme un poco, enciendo la luz, abro la refrigeradora y encuentro una coca-cola, entonces decido tomarme la coca-cola, aunque sé que no debería, pero nunca hay que menospreciar una coca-cola.


Mientras bebo y estoy en la cocina trato de no hacer ruido alguno para no despertar a los demás, pero a pesar de todos mis esfuerzos he interrumpido el sueño de Marcelina, la empleada de la casa. Joven, qué hace despierto a esta hora. Me pregunta casi regañándome, bostezando y restregándose los ojos. Lo siento, Marcelina. Me disculpo. No quise despertarte, es que no podía dormir y vine a tomar algo. Le explico. Pero no tome esa cochinada pues, joven. Me riñe. Le va a dar gases y se le va a poner como globo la panza, mejor le preparo un matecito. Se empeña. No te preocupes, Marce. Insisto. No creas que por hacer eso mi papá te va a pagar horas extras. Le bromeo. No, joven, como cree. Se ríe. Se hace un silencio y pienso en ir a probar suerte otra vez con mi nuevo colchón. Joven, una preguntita. Dime, Marce. Sigue de novio con su chica. Curiosea un tanto tímida e indecisa con una risita traviesa. No, Marce. Le confirmo. Ya no sigo de novio con mi chica, ella ya no es mi chica y yo ya no soy su novio. Le aclaro. Mejor, joven. Me alienta. Su chica no me caía. Y por qué no te caía, Marce. Pregunto curioso. Porque lo hacía sufrir mucho a usted, joven. Me sermonea fraternalmente. Aparte era media pituquita y se creía. No me hacia sufrir, Marce. Le explico con un gesto benévolo. Pero no te preocupes. La complazco. En lo posible trataré de no hacerme novio de pituquitas creídas. Mejor, joven. Me aconseja.


Calló de nuevo y preguntó con cierto interés su rostro legañoso: Y por qué ya no escribe, joven. Dejé de escribir por el trabajo, Marce, llegaba muy cansado. Le aclaro. Con razón pues, joven, pensé que era por lo que había dicho su hermano del blog…blog es ¿no? Se cerciora. Sí, Marce, y qué había dicho él de mi blog. Fisgoneo atraído por la crítica constructiva de mi hermano menor. El otro día escuché al joven diciéndole a su mamita que su blog era una cagada. Responde ella tan fiel y veraz como siempre. Cagada ¿no? Me cercioro. Sí, joven. Asiente ella. Bueno me voy a dormir, Marce, que descanses. Me despido. Usted también, joven, buenas noches y no se olvide de rezar.


Camino a mi habitación encuentro a mi hermana menor en el pasillo, se acerca sigilosamente con el cuerpo encogido y trémulo, me dice espantada que no puede dormir, le digo que yo tampoco, me pregunta con voz quebradiza si yo también vi a los fantasmas, le respondo que no, que yo sólo vi a Marcelina. Le pido que se calme y le digo que los fantasmas no existen (aunque sé que sí existen, pero miento para que se calme), la llevo a su habitación, enciendo la tv, pongo su programa favorito de cable y la acompaño hasta que duerma.


Llego a mi habitación y ya son las tres de la madrugada, me derribo en la cama y suena el celular, contesto, es Lucia, me reclama con una voz confusa y prepotente por qué ya no escribo sobre ella, está ebria y se oye una música monótona a lo lejos, no llego a entender lo que profiere con esfuerzo, entonces le sugiero que le pida a su novio que le escriba por mí. Se molesta, grita un par de improperios indescifrables y cuelga.


Escucho rechinar la cerradura de la puerta de mi habitación y advierto que esta se abre, logro ver a mi hermana, y ésta me regaña por haberla dejado sola, me disculpo con ella, le digo que no volverá a pasar, le pregunto si volvió a ver a los fantasmas, me dice que no, pero que no quería quedarse sola en su habitación. Se acuesta a mi lado y sé que dormirá conmigo, me recuesto también y pienso si debería volver a escribir, si debería volver a golpear a los perros con los que crecí, si valdría la pena sacarlos a pasear y darles de comer, tal vez oírlos ladrar o acaso aullar y luego ver como se muerden unos a otros hiriéndose y arrancándose las carnes.
Ella me mira con los ojos entrecerrados y me pregunta ya casi adormecida y con la voz apagada si ya he visto a los fantasmas. Yo creo que sí. Le respondo.

4 de septiembre de 2009



Capítulo de mi novela (PROYECTO)




DESPERTÓ, PERO sus ojos aún parecían entrecerrados, sintió el cono de luz estrellar en sus mejillas y entibiarlas levemente: el silencio lo inquietaba. Intentó mover apenas sus delgadas manos curtidas, delineadas de cintillas de tonos verduscos, tendidas sobre unas sabanas blancas que lo cubrían desde el pecho hasta los pies: era inútil.

Su respiración era confusa, honda, pausada y agitada y pausada otra vez, un vientecillo se colaba por la rendija de alguna ventanilla de la habitación de paredes blancas y atmósfera frígida, adentrando por las callosas plantas de sus pies, recorriendo sus muslos y sus piernas arqueadas, filtrándose en sus brazos y extinguiéndose en el cuello y sus orejas.

Parecía más delgado. Los huesos pegados a la piel, y los labios fruncidos, hundidos y resecos, donde el rabillo apilaba trocitos diminutos de saliva que embadurnaban sus bigotes ralos. En sus sienes crecían pequeñas motitas grisáceas y sus cejas hirsutas cedían de a poco.

La imaginó por un momento. Su lengua humedeció sus labios con dificultad. Centellante e indomable al principio, piensa. El general don Emilio Arévalo la trajo desde la Argentina a cargo de una deuda garantizada de la que se adueñó sin consulta alguna. Tuvo un acceso de tos y sintió nauseas al tragar su saliva. Tenía mala fama: de mujeriego, estafador y borracho y de cuando en cuando lo veían entrar de muy noche a algún burdel de la zona que rodeaba al fortín. Su frente brillaba y brotaban gotitas minúsculas que fluían y se confundían con el airecillo que estremecía sus orejas y el cuello lleno ya de surcos.

Sabían que era casado, su mujer toda una dama, una señora de su casa, de lentes oscuros y nariz respingada. Pero nadie se metería con él, Mi general, buenos días, don Arévalo, buenas noches, le tenían respeto, pero sobre todo miedo, piensa. ¿El general Arévalo? ¿El señor Arévalo? Sí, un modelo a seguir, todo un caballero, un ejemplo para la institución. Bajo sus ojos ocultos se formaban unas bolsas violáceas que avejentaban su rostro y una mancha sombría ensuciaba su quijada. Piensa: el hijo de puta de Arévalo.

Imaginó la cuadra, sus pasadizos hediondos, sus paredes blancas, agrietadas y descascarilladas donde se dejaban ver pequeñas cortezas rojizas roídas por la humedad que difuminaba en el recinto, pintas descoloridas de rombos púrpura, separados por intervalos de pórticos pardos con apretados paneles rectangulares.

Notó aproximarse un rostro femenino sobre el suyo, el cono de luz impacto en su nuca y eclipsó parte de su figura, formó una aureola brillante, parecía la imagen de una virgen, de esas a las que, mañana, tarde y noche, les rezaba su esposa, doña Aurora, con una religiosidad infinita.

– Buenas noches, sargento. – Pronunció la voz desagradable.

Después de unos segundos se acondicionó en la penumbra entre luces y alcanzó a entreverle la cara. Una mujer obesa de atuendo blanco y mangas cortas, con labios exageradamente pintados de rojo, y hermosos ojos celestes, blindados por unos cristales de marcos dorados, que combinaban, rutilantes, con las alhajas y aros que adornaban, inútilmente, sus gruesas muñecas y manos, al igual que sus orejas, simuladas por una madeja de cortos cabellos negros, que cubrían apenas su nuca y meneaban un sinuoso flequillo recostado, descubriendo así, una frente colmada de numerosas pequitas castañas.

El hombre un tanto desilusionado, recordó nostálgico, a las esbeltas y excitantes enfermeras de las películas pornográficas norteamericanas, o tal vez europeas, que tanto veía, aun cuando deambulaba en pantalones cortos.

– Qué le pasa sargentito – Dijo la mujer con tono punzante. – No me quiere contestar, ya le comieron la lengua los ratones, o todavía sigue enfermito y no pude hablar.

Hablabas sin mirarlo, acaso por desinterés, tal vez por cobardía o quizás simplemente para que no recordara tu cara, tus facciones, tu apariencia. Sabias que ahora, cualquier trabajito, por malito que sea te ayudaría con un plato de frijoles en la mesa. Menos mal que la tía Adelina te prestó las joyitas, sino quizás ni te hubiera recibido en la puerta, ya sabias que al general le importaba mucho la buena presencia y odiaba la dejadez, tenía un carácter de los mil diablos, ya te lo había dicho la tía Adelina, ella siempre tan enterada de todo, menos mal que seguía de querida de ese comandante mañoso, por eso se hizo más fácil el asunto.

La mujer yacía de espaldas hacia el hombre y manoseaba sigilosamente y sin prisa jeringas y pequeños inyectables que pulsó con la yema de los dedos. El sargento veía sus carnes flácidas colgar de sus brazos y encogerse en sus codos, su gigantesco trasero enfundado en esos pantalones enormes.

– Es hora de su medicina, sargentito precioso. - Anunció su voz chillona, con una risita estampada en el rostro que infló aun más sus mejillas sonrosadas, formándole unos pequeños hoyuelos.

Jurabas ir a misa el domingo y confesárselo al padre Santiago, pero no todo, no te convendría, los curitas no son buenos confidentes, no se guardan todo, sólo lo que les conviene. ¿Contarle lo del sargentito? Ni hablar. Ya me lo había dicho el general y repetido todavía por si acaso era medio bruta. – No me conoces, nunca me has visto. Hasta me amenazó, por si hacia algo mal. Con los dedos entrecruzados cubriéndole el rostro en ese cuartito tan tenebroso, estrecho y asfixiante ¿Me mandaría matar? Mejor voy a misa el domingo pero no me confieso y comulgo con las viejas beatas, total, esas andan peor que yo.

La mujer se volvió hacia él y exhibió el relucir de sus uñas rojizas, mientras sus ojos celestes apuntaban a uno de los chorritos violentos que salpica una de las jeringas. El hombre empezó a retorcerse y reproducir gemidos que agonizaban en la habitación y atravesaban mutilados los pasillos oscuros de pisos y paredes de mayólica encuadrada. Su cuerpo comenzaba a temblar instintivamente, sus ojos implorantes se abrieron hasta enrojecer y dilatar sus pupilas extraviadas y su cuerpo raquítico daba pequeños rebotes en la camilla hasta hacer rechinar las débiles láminas. Empezaba a lamentarse, y a estirar el cuello, formándosele unos pequeños cartílagos oscuros, su boca se retorcía hasta darle un aspecto cadavérico y su respiración era cada vez más agitada. El tatuaje verdoso grabado en su pecho, en forma de mujer, aumentaba y reducía su tamaño.

– Ay sargentito, no sea quejón. - Le regañó ella, mientras ladeaba su cuerpo y descubría su nalga enjuta.

La mujer miró su espalda lívida, llena de llagas cruzadas y hendiduras reproducidas por las sábanas fruncidas donde reposaba el hombre. Sintió culpa: Desde cuándo que estaría aquí, cuánto tiempo más se quedaría, discúlpeme sargentito, yo sólo cumplo con mi trabajo, pensó.

Con esta platita pago mis cuentas y me compro un vestidito largo, uno que vi en el catálogo de una revista donde aparecía pura chica guapa. Y a ver si salgo con el Edilberto, al menos creo que con esto puedo vivir tranquila hasta morirme, mejor no, con ése no hay futuro, ya ves lo que le paso a la Delfina por meterse con un bueno para nada, terminó llena de hijos y manteniendo a un borracho mujeriego. Ay virgencita del Carmen, por eso te rezo día y noche, para que me mandes a uno bueno, que no me engañe, y si lo hace, no darme cuenta, ya, ya viejito no se me queje mucho.

Lo pinchó al fin y filtró el líquido espeso lentamente. El hombre sintió estirar sus miembros y entumecer los dedos de las manos, mientras recorría el fluido viscoso y consumaba su curso torturante, martirizador, entretanto sus quejidos se apagaban en una boca entreabierta.

Recuerde usted, que aquí, ya no puede dar más ordenes, sargentito. – Le sugirió ella, despidiéndose y adoptando una postura benevolente.

La mujer se acercó a él, miró por unos segundos su rostro que yacía inexpresivo, le signó la señal de la cruz y le dio un beso en la frente.

Mientras se retira, a través del biombo de la habitación, el sargento ve con el rabillo del ojo pasar dibujada y desproporcionada, la silueta ensombrecida de la mujer rolliza, Ésta desconecta la luz, se pierde en la oscuridad y sus pasos se apagan al fondo del pasillo.

2 de septiembre de 2009

c’est la même chose



Te amo, porque no existiría otro sentimiento que pueda convivir entre nosotros, porque el día en que

llegaste a mi vida supe que te amaría por siempre, porque soy otro cuando esto

y a tu lado, porque decirte amiga sería como pasar por la misma vereda y no mirarnos las caras y porque cuando me miras con tus ojos traviesos eres niña, mujer

y amante.

Te amo, porque siem

pre quieres tener la razón en todo, porque conoces como llegar a todos lados pero terminas tomando un taxi, por tus incomprensibles suspiros asfixiantes, por tus estrafalarios gustos musicales, porque te ríes de mis chistes sin chiste y porque me pones en mi lugar con una mirada fría y una voz grave.

Te amo cuando me pides que pare y tus gestos dicen otra cosa, cuando eres inmadura pero con voz madura, cuando me pides masajes sólo en la espalda, (pero olvidaste que pagaste el paquete completo), cuando me pides que te mande un mensaje de texto después de media noche y sabes que no tengo saldo y cuando me transmites esa risa contagiosa, cuando lloras y te acuestas en mi pecho.

Te amo cuando juntas tu cuerpo al mío y me miras con una sonrisa coqueta, cuando me dices que soy un eléctrico pero tú mi corto circuito, cuando imaginas una casa enorme llena de piletas, piscinas y jardines pero nos falta dinero para ir al teatro, cuando hablas de lo que no sabes y te escucho para imaginármelo, cuando me dices ven a las cuatro y sabes que quiero ir a las tres.

Te amo cuando tu voz se transforma y me vuelvo un adicto a ella, cuando me dices que soy más guapo que ese actor de televisión y sé que es la mentira más hermosa del mundo, cuando haces un infinito preámbulo para darme una mala noticia, cuando me dices vete y no quieres que me vaya.

Te amo cuando me hablas bien en francés y me hablas mal en español, cuando hago cosas como esta, que sé que más adelante irán a parar a manos de alguna amiga tuya, cuando me lamento de haberte hecho caso por el corte de cabello que me hice, cuando te beso y me muerdes suavemente los labios, cuando eres toda una profesional de los masajes, cuando bebes y luego te arrepientes de lo que me has dicho al oído, cuando me despiertas con un beso y cuando sueño después de hablar contigo en la noche.

Te amo cuando me hablas bien en francés y no comprendo nada, con esa versatilidad envidiable y no comprendo nada, pero prefiero seguir mirándote, sin comprender, amándote y besándote, total: c’est la même chose.

24 de mayo de 2009

La Malquerida







Javier es un tipo que acaba de terminar una relación, o la relación acaba de terminar con el. La universidad y el trabajo de asistente contable que lleva en una fábrica de globos literalmente lo vuelven loco, le quitan tiempo, lo absorben, no puede lograr escribir, que es lo que realmente le apasiona, se siente frustrado, reprimido, pero sabe que nunca viviría de sus escritos y que el distintivo perpetuo de asistente lo a marcado de por vida.
Le es irónico y a la vez atormentante trabajar en una fábrica de globos, a sabiendas que desde muy pequeño les tuvo pavor a sus estallidos desmedidos, a sus tamaños colosales, a sus vaivenes indomables y a sus ínfulas kamikazes. Javier piensa que los globos son un peligro constante e inminente, que a causa de ello su vida se hará más corta e infeliz, que debería renunciar a ese empleo, que debería renunciar a los globos, que debería renunciar a ser asistente.

El es un hombre joven y apuesto, de cabellos ensortijados, de contextura delgada, de mirada provocadora, de personalidad afectada, de fama de mujeriego.
Javier tiene un amigo. Camilo. Un tipo soñador y sensiblero, todo lo soñador y sensiblero que Javier no pudo ser, o que talvez lo sea, y lo esconda bajo su acorazado rostro. Camilo es atento y educado, de mirada tierna e inocente, noble y encantador, de cejas pronunciadas, cabello atrincherado y contextura voluminosa.
Camilo esta enamorado ciegamente de la Malquerida, una joven hermosa, de grandes ojos delineados, de piel blanca, de mejillas encendidas, de lisos cabellos castaños, de risa fácil, de curvas ampulosas, de naturaleza ingobernable, de traviesa coquetería, de caprichos infinitos.
- ¿Tú crees que algún día me haga caso? Le pregunta intranquilo y embobado Camilo a Javier, cuando la Malquerida pasa esquiva frente a ellos, robando miradas ajenas, iluminada de fina estampa, hipnotizando al más distraído. Sabes, desde que la conocí me encantó. Añade Camilo. Han sido muchos mis intentos por enamorarla, siempre le pedí una oportunidad, nunca me la quiso dar, quise invitarla a salir y robarle un beso.
Javier lo escucha con poco interés, ya ha oído esa historia antes, conoce el desafortunado desenlace, le basta con conocer a Camilo.

Javier lleva una clase de matemáticas con la Malquerida, ambos detestan las matemáticas, así que deciden no prestar atención a la clase, ella se sienta a su lado y le regala una sonrisa, Javier se muestra cortés y educado y conversan, se conocen un poco, Javier hace bromas tontas (porque son las únicas que sabe hacer) y la Malquerida ríe. El maestro, un tipo adusto e inflexible de marcado acento oriental, advierte que ella y Javier no tienen un mínimo interés en lo que, por cierto, con mucho esmero y dedicación está explicando, así que no ve otro remedio que echarlos del salón.

Javier se pone de pie y sale sin oponerse, ya está acostumbrado a que lo echen del salón, de ese salón especialmente, ella va detrás de él, a paso lento y desafiante, mira al maestro con un odio refrenado, directo a los ojos, luego vuelve la mirada displicente hacia los demás, y sale del salón atropelladamente. Ya afuera, mientras enciende un cigarrillo, dice exaltada y agitando los brazos:


- No sé, como quiere ese huevon que apruebe su puto curso si siempre termina echándome de la clase. Ella sumerge sus dedos dentro de sus cabellos castaños, como un oleaje sinuoso. ¿fumas? Le pregunta, extendiendo su brazo, ofreciéndole una cajetilla entornada.


- No gracias. Responde Javier.


- ¿Y qué piensas hacer ahora? Pregunta ella, mientras, expulsa suavemente, sobre el rostro de él, el humo que con tanta finura y elegancia destierran sus labios.


- No sé. Responde él, cabizbajo y desanimado. Este era mi último curso, creo que me iré a casa.


- ¿A casa? Replica sarcásticamente con una risotada la Malquerida. No pues, mi estimado. Vamos. Te invito unas cervezas, me has caído bien. Le dice mientras palmotea su espalda. Ambos se miran con cierta complicidad, se ríen de lo infelices que son, de lo divertida que a veces es la vida de los infelices.

Ya en la noche limeña, el tablero del bar iluminado soporta jarras inundadas de cerveza y negruzcos ceniceros atestados. Los infelices se narran historias aciagas, historias que no suelen contar. Ella le dice que extraña la Argentina, que allá paso dos años, que allá era feliz, que nunca será más feliz en un lugar que no sea la Argentina, que allá encontró amores y dejó a otros, que allá tendrá a su primer hijo cuando ella así lo quiera. Javier le pregunta por qué dejo la Argentina. Ella le contesta que fue por el trabajo de su padre, que el viaja mucho, que prácticamente la ha abandonado por sus eternos viajes. Entonces con quien vives. Pregunta Javier. Con mi abuela. Responde ella. Y tu mamá. Curiosea él. Mi mamá nos abandono cuando me tuvo, no le importó nada, no le importé. Se hizo un silencio, mientras ella bebía de un sorbo la cerveza que quedaba aun en su vaso. Javier trata de cambiar de tema. Y a propósito, a todo esto, cuál es tu nombre. El ríe y piensa que es un idiota, que ha estado bebiendo y oyendo historias infelices -y no por ello menos cautivadoras- hace dos horas de una chica de la cual aun desconoce el nombre. Ella ríe, se disculpa, me llamo Sandra. Es un bonito nombre. Dice él. Ella contesta: Es el nombre de una ex novia de mi padre. Me lo puso en venganza cuando mi madre se fue. Pues eso soy, una venganza. Por eso nadie me quiere, para nadie soy importante. Añade ella sumida en tristeza y desconsuelo.


A la Malquerida los tragos de la noche limeña la han embriagado y han desvanecido su naturaleza ingobernable de niña mala, han desnudado sus anhelos, sus miedos, sus rencores, su mirada alunada la a delatado, el carmín de sus ojos delineados se ha deshecho y han hecho rodar una lagrima negra sobre su mejilla encendida.


- Camilo te quiere y lo sabes. Alude Javier. Mientras coge el rostro de ella y este se posa sobre su mano.


- Camilo está obsesionado conmigo. Responde ella algo irritada. El busca amores, sinceros, moderados, castos, honestos y puros, que yo no puedo darle. El es un buen chico y lo quiero por eso, pero yo busco otras cosas en los hombres, que él no podría darme.


Ella mira a Javier a los ojos, con una mirada tierna y a la vez afilada, como si en lo que dijo, hubiese un mensaje encubierto para él. Javier percibe el aviso, lo entiende perfectamente. Él sabe que es muy débil a los encantos femeninos de La Malquerida, a su atractivo lunar en el rostro, a su mirada desafiante, a sus curvas exageradas, a su delicioso perfume.
Javier pierde la mirada, la esconde, se intranquiliza, piensa que no puede hacerle eso a Camilo.


- No lo hagas, si no quieres. Le dice ella con voz amable.


- No es eso. Responde aprisa Javier. Camilo es mi amigo, el está enamorado de ti, no puedo hacerle esto.


- El estará enamorado de mi, pero yo no de él. Responde ella, mientras mueve la cabeza con una sonrisa irónica. Mi departamento está a pocas cuadras de aquí, es mejor que pases la noche allí, tu casa queda muy lejos y puede que sea un poco peligroso que te vayas ahora.


- ¿Y tu abuela? Pregunta él. ¿A ella no le importaría que pase la noche allí? La Malquerida ríe mirando hacia lo alto. Y cuando desiste responde:


- Ella ni siquiera se va a enterar que estas allí, ya verás mi estimado, confía en mí.

En las desiertas calles miraflorinas dos desconocidos deambulan a pasos zigzagueantes, la noche fría se entrevera con la brisa turbia, las hojas secas del otoño cubren las veredas, las incesantes carcajadas los hacen trastabillar entre ellos y los cigarrillos disimulan la insensibilidad de la noche.
Llegan juntos al edificio, ella, mientras trata de introducir la llave al cerrojo del portón con poco éxito, le pide a Javier que no mire al guardia cuando entren, que es un chismoso, un entrometido. Javier obedece. Van por el ascensor y llegan al quinto piso del lujoso edificio. Espera aquí y no hagas ruido. Le dice ella, mientras abre su puerta con mucho cuidado, tratando de evitar el rechine de la cerradura. Ella entra con las luces apagadas, tarda unos minutos. Javier la espera afuera, en el ascensor que da directo a su puerta, frotándose las frías manos. Ella sale, asoma la cabeza estirando el cuello, mira a ambos lados y le hace un ademán con las manos, él se acerca, ella le pide en voz baja que pase y vaya directo a la habitación que le está señalando, el camina por la sala confundido, ella va detrás, ambos se acercan sigilosamente, tratando de no hacer crujir el piso de parquet con sus pasos confusos e ingresan a la habitación sombría, la Malquerida cierra la puerta con la misma precisión y sólo el guardia conoce de la llegada del nuevo visitante.

En su habitación hay una enorme ventana, que les concede y deleita de vistas panorámicas, cortinas color crema, que en la oscuridad se asemejan al velo de una viuda, una mesita donde se posan retratos, quizás de algún amor pasajero y una cama desatendida cubierta de vestidos y trusas a rayas que quizás hoy no usaría.
Ellos se sientan en la cama, la Malquerida cruza las piernas y enciende otro cigarrillo, no hacen ruido, sólo susurran de muy cerca. Javier le pregunta un tanto nervioso, como hará para salir de su departamento, sin que su abuela se dé cuenta, ella le responde imperturbable, que colocará el despertador a las cinco y treinta de la madrugada, cuando todos aun duerman, el se marchará.

El se quita el saco, se siente más cómodo, pero no logra ver el retrato del tipo que posa sobre su mesa. Quien es el. Pregunta Javier. Ella vuelve la mirada con desinterés hacia el retrato, y con el mismo desinterés responde en voz baja. Mi ex novio, El Español. Y si es tu ex novio, por qué aun tienes un retrato de él en tu mesa. Curiosea Javier. Ella sujeta el retrato, lo mira con la cabeza gacha, muestra una media sonrisa sumisa, y responde: Porque es muy guapo, no lo ves. Y él, donde está ahora. Pregunta Javier. Ella arroja el retrato en medio de los vestidos y trusas entreverados que posan sobre la cama, y responde: En un centro de rehabilitación, supongo. Se volvió adicto a la cocaína, hubo un tiempo en que lo había tragado la tierra, nadie sabía de él. Algunos decían que lo habían visto salir de un hotel, su familia estaba desesperada. Cuando lo encontraron estaba en un rincón del cuarto, como escondiéndose de alguien, temblando, maloliente y la mesa, adornada de varias rayas blancas.
Y que paso. Susurra Javier. El Español estuvo hospitalizado, al poco tiempo se recuperó, sus padres tienen mucho dinero, pero volvió a caer en el vicio, su madre no soportaba verlo así. Un martes, cuando volvió de noche a casa, su madre le preparó una manzanilla o quizá un té, había sumergido en él una fuerte píldora para dormir. Al rato llegaron los paramédicos, el no despertó, hasta el día de hoy no ha despertado, El Español, vieja de mierda carajo. Contesta indignada.

La Malquerida le cuenta de sus amores pasados, de sus historias de alcoba, de sus besos apasionados, de sus orgasmos más detonantes, de sus amantes más avezados, de sus deseos más impuros. Javier siente una erección, sabe que no hay nada más excitante que una mujer susurrando, con un cigarrillo entre labios, sus deseos más viciados en la noche, cuando el aliento del murmullo se torna más seductor que el predominio insensato de la voz. No sabes cómo me encantaría hacerlo contigo. Confiesa Javier un tanto agitado. Eso depende de cómo beses. Contesta provocadora y desafiante La Malquerida.




Javier se abalanza contra ella, la besa desenfrenadamente, caen en la cama, se frotan los cuerpos, sus lenguas juguetean, sus manos se desorientan, se extravían. Él acaricia delicadamente sus senos, sus nalgas, besa su cuello, dispersa su aliento en el. Ella muerde sus apetitosos labios, desabrocha sus pantalones. El relame sus pechos, su cintura. Se desvisten y se entregan al placer, a los gemidos, a sus cuerpos sudorosos y agotados, a la noche. Ella tensa y estira su cuerpo, su cuello, mira hacia lo alto, le susurra frases obscenas al oído, que después no recordó haber dicho, coge su mano, la coloca en su pecho. Él la toma fuertemente y ella da un último suspiro.

Ella se levanta consumida, sin hacer ruido, él mira su cuerpo desnudo tendido desde la cama, sus caderas exageradas, su figura estilizada, ella se coloca un camisón, Javier observa, como este se derrumba, suplicando perdón entre la penumbra, poco a poco sobre sus pechos, cubre su espalda, sus nalgas, su belleza.
La enorme ventana se ha empeñado de lujuria, ellos frotan sus manos en ella, curiosean los ventanales vecinos, se ríen discretamente de las cosas graciosas, se acuestan exhaustos con las piernas entrelazadas, se miran a los ojos, ríen de su demencia, se conciben las conversaciones de madrugada, esas donde las mentiras no existen, ella yace sobre su pecho, parecen estar enamorados, pero no lo están.

Suena su celular. Es un mensaje de Camilo, un mensaje romántico, cursi, esperanzado. Ella se lo muestra a Javier, el lo lee, lo arroja entre las sábanas, la besa y lo hacen de nuevo.
Debes estar pensando que soy una puta. Le dice ella, con el rostro compungido, escondido bajo sus embrollados cabellos. No, no digas eso, nunca pensaría eso de ti. Contesta él. Javier le dice que escribirá de ella algún día, de esta noche loca, de amantes furtivos, de destinos inciertos e incomprensibles. Javier le pregunta, mientras juega con su cabello castaño, apoyados en la cama, que nombre quiere que le conceda o dedique cuando escriba de ella. La Malquerida lo piensa un momento. Concédeme el nombre que quieras. Responde ella. Pero menos el de Casandra, ese es nombre de puta.

Ambos se dan cuenta que programar el despertador no sirvió de nada, que no han dormido en toda la madrugada. El reloj apunta las cinco y treinta, La Malquerida abre la puerta de su habitación con determinación y cuidado, estira el cuello, Javier sale detrás de ella, el parquet cruje, sus pasos los traicionan. Javier logra salir del departamento, pero no despedirse de La Malquerida, un segundo perdido sería fatal. Baja por las escalinatas, no debe perder tiempo, el ascensor tardaría en iniciar su funcionamiento. El guardia del edificio observa impasible, sentado desde la banqueta de su cabina, cuando él se marcha, Javier vuelve a sentir el frío y la brisa de la noche desamparada.

Desde aquella noche, ellos se aventuran a un ilusorio idilio clandestino, crean arriesgados encuentros furtivos, se regalan besos culpables, conciben conversaciones de madrugada. Camilo le pregunta angustiado a Javier si La Malquerida le ha hablado de él. Javier le dice que sí, que tenga paciencia, que ya casi está logrando que ella le dé una oportunidad. Camilo le agradece, le dice que el sí es un verdadero amigo.
La mañana del lunes el teléfono de Javier no ha parado de sonar, él se despierta cansado, maldiciendo a medio mundo. Es La Malquerida, la siente llorosa. Javier le pregunta que le sucede. Ella le dice que está embarazada, que no sabe qué hacer. Javier queda desconcertado, pero trata de mantener la calma. Él le pregunta si está segura de eso. Ella le dice que sí, que se acaba de hacer los exámenes, que no le dijo nada, para no preocuparlo. Él le pregunta balbuceando qué piensa hacer. Ella le pide que vayan a la Argentina que allá siempre quiso tener a su hijo. Javier le dice que está loca, que él no piensa ir a la Argentina, que él nunca pensó tener un hijo con ella. La Malquerida le dice que es un cobarde, que no vale nada. Ella llora de rabia, lo último que alcanza a escuchar Javier es cuando La Malquerida le grita que se olvide de ella y que nunca pregunte por el niño.

Meses después Javier recibe una llamada. Es Camilo. Lo saluda entusiasmado. Javier, amigo mío, es a ti al primero que le tengo que dar la noticia. Javier ríe por el entusiasmo de Camilo. Que pasó, Camilo, que buenas nuevas me tienes. Le pregunta Javier. Voy a ser papá, puedes creerlo. Grita Camilo. Pero hombre, déjame felicitarte y quien es la afortunada. Pregunta Javier. Sandra, hermanito. Me ayudaste mucho, por fin pudo abrir los ojos y darse cuenta que me moría por ella, estoy en deuda contigo. Y por eso mi hijo se llamará Javier, como tú. (Él ríe). Ah me olvidaba, estoy en la Argentina, a Sandrita se le ocurrió dar a luz aquí, me dice que le encanta la Argentina, que nunca será más feliz en un lugar que no sea la Argentina. Ella y yo queremos que vengas, te pagaremos los pasajes del vuelo, en Ejecutiva; claro está (él ríe), Javier le dice que no se hubiesen molestado, que no era necesario, que no le pongan su nombre al niño. Camilo ríe otra vez. Pero que cosas dices Javier, es una muestra de agradecimiento por todo lo que hiciste por mí, así que Sandrita, el pequeño Javier, ni yo aceptaremos un no por respuesta. Te esperamos Javier. Chao, chao.
Camilo cuelga el teléfono, desde algún lugar de la Argentina, Javier sabe que no debería de ir, pero también sabe que Camilo lo espera con ansias, que los pasajes ya están pagados, y que debería terminar lo que algún día él mismo inicio.

Días después, Javier toma el vuelo, que fue en ejecutiva, tal y como lo dijo Camilo, llega a la Argentina, se hospeda en un hotel, lleva poco equipaje, toma un taxi y va a la clínica donde está internada La Malquerida, antes de llegar Javier le pide al taxista que se detenga una cuadra antes. Baja del auto y se aproxima a la clínica a un paso lento, trayendo a la memoria vagos recuerdos, pensando en La Malquerida, en Camilo, en el pequeño Javier y en lo canalla que fue.
Javier advierte que otro taxi se detiene en la puerta de la clínica, de él baja Camilo, con dos tipos y una señora que quizá sea su madre. Javier observa que llevan muchos regalos para el pequeño Javier. Camilo vuelve hacia el taxi, donde al parecer olvido algo, y extrae un ramo exorbitante de inmensos globos de colores.
Javier se detiene, no permite que lo vean, toma un taxi y va de regreso al hotel donde está hospedado. En el camino piensa: Que nunca será más infeliz, en un lugar que no sea la Argentina.







23 de abril de 2009

Anabel






Ella es una mujer atrayente, hermosa sin dudas, de piel blanca, ojos color miel, mirada ausente, cabello castaño, figura estilizada, labios rosados, de voz áspera y esquiva.
Se llama Anabel y prefiero no aludir su segundo nombre, ya que seria su primer defecto. Tiene veinte años, como yo, aunque ella es algo mayor por unos cuantos meses y eso la enaltece y al mismo tiempo la angustia. Me encanta su imprudencia y su osadía, le divierte infringir las reglas, pero más aun si es conmigo, yo trato de no hacerlo, trato de ser un hombre cortés y educado, pero me he dado cuenta que soy vulnerable a ella y termino siempre complaciéndola.

Le encanta decirme niño, y a mi me encanta que me lo diga, le fascina hacerme bromas maliciosas, encuentra en ellas una convivencia entretenida. Anabel y yo estudiamos (o eso aparentamos) en la misma universidad.

Tomando un café, en nuestro tiempo libre, me cuenta que alguna vez fue una mujer adinerada, odia hablar de eso, pero yo le he inspirado cierta confianza, que por fatalidades e imprevistos la empresa de su padre se fue a la quiebra. – Fue horrible. Me dice ella, mientras baja la cabeza resignada. – Perdimos propiedades, la casa en la playa, los autos, mis padres siempre discutían, estuvieron a punto de separarse, fue horrible (ella siempre termina todo lo referente a la empresa de su padre con esa frase). – Y por eso aquí me tienes. Me dice mientras me regala una sonrisa tímida y se acomoda su liso flequillo.
Es ahí donde llego a la irónica conclusión que ella está aquí porque la empresa de su padre quebró, y yo, porque a mi padre le dieron un ostentoso ascenso en el empleo.

Ella siempre llega a la universidad en un auto del año de lunas polarizadas, su padre siempre la trae y la recoge, parece siempre llevar prisa, se despiden con un beso entrañable.
Yo siempre llego a la misma universidad en un vertiginoso y desenfrenado bus (y cuando digo desenfrenado, es porque aun dudo que tenga frenos), al cual me deberían pagar por subir, tengo que lidiar con los acalorados pasajeros, soportar a uno que otro afónico cantante improvisado, que a cambio de un recital te ofrece caramelos de colores, resistir las deprimentes bromas de un comediante frustrado que con el mayor de los descaros no vacila en burlarse de los irritados viajeros y, que al final de su transportable show les pide una colaboración por burlarse de ellos.

A Anabel le encanta escuchar el heavy metal en su iPod nano, siempre agita su cabeza como si la banda estuviese dentro de ella y genera una cierta atmosfera misteriosa.
Me muestra las fotos de tipos desmelenados de atuendo oscuro, siempre me repite los nombres de esas bandas (todas en ingles), que soy incapaz de memorizar, talvez porque dicen improperios que no entiendo, o simplemente porque no me interesan.
A Anabel le encanta escuchar también el reggaeton, a esos tipos de aspecto bellaco y castigador, que se soban la entrepierna algo encorvados y acomodan, en sus cabezas rapadas, una gorra de béisbol, y que a diferencia de los del heavy metal (que también le gustan), dicen sus improperios y obscenidades en un tono “activao” (porque no pueden decir activado) y con un estilo boricua.
También le agradan las tonadas románticas de Juan Luis Guerra y es ahí donde sospecho que detrás de esa niña orgullosa y distante se esconde una mujer llena de emociones furtivas, tierna y suave, sensible y reservada, bella y herida.
Yo odio el heavy metal, odio el reggaetón y odio a Juan Luis Guerra, me generan cierta desconfianza, pero tratándose de Anabel, estoy dispuesto a soportar los alaridos de unos desmelenados, los improperios de un tipo de camiseta holgada y a filosofar o discurrir con unos peces en una pecera. Todo sea por Anabel, todo sea por descubrirla, todo sea por ella.

Ella tiene un novio. Martín. Poco agraciado y controlador, no le gusta hablar de él, no le gusta hablar de él conmigo, se limita a decirme que están bien y a contestar de mala gana el celular cuando él la llama para preguntarle donde está, con quien está y que hace ahí.
Ella tiene un novio y yo tengo muchas novias, el detalle está en que ellas aun no saben que son mis novias y creo que es mejor que no lo sepan, creo que es mejor así.

Salimos de la universidad a caminar sin rumbo alguno, llegamos a un parque donde encontramos sosiego, nos sentamos en unas bancas de madera, contemplamos la mañana, nos descubrimos, reímos, jugamos, todo es perfecto, todo es perfecto con Anabel. Se recoge el cabello delicadamente, descubre su cuello, es hermosa, tan hermosa que no puedo dejar de contemplarla, es un momento de pocos que nunca olvidaré.
En el gras hay un pequeño regadío que nos rocía a penas con sus aguas salpicantes sentados en la banca, Anabel como siempre ocurrente y divertida me pide que crucemos corriendo el regadío, que terminemos empapados, que sería divertido, yo le digo que no es buena idea, que nos soltarán a los perros guardianes, que vendrá la policía y nos llevarán presos a una comisaría por alterar la paz que se respira en ese parque. – Ya pues, niño, hay que hacerlo, no seas miedoso. Me dice desafiante mientras me palmotea el pecho y sus ojos se encienden de vehemencia y ansiedad. No, Anabel, tenemos que volver a la universidad y no vamos a llegar empapados. Le explico. – Hay niño, sólo es un ratito. Insiste.
Pero por hacer feliz a Anabel hago cualquier cosa, ella y yo somos dos niños y no me importan los perros guardianes ni la cárcel.
En eso suena su celular (con un sonido espantoso que ella le ha programado), es Martín. Le pregunta dónde está, ella le dice que está caminando hacia la universidad, pero no le dice con quien, él le dice que quiere verla, ella responde que en cinco minutos estará allá y en un santiamén se cancela todo: la hazaña acuosa, los perros guardianes, la policía y la cárcel.

Anabel me pide algunas fotos donde aparezca atractivo, le explico que eso es poco probable, que generalmente cuando alguien me retrata me exhibo desproporcionado y con cara de retrasado. Ella me exige que se las de, que no le importa mi cara de retrasado, que ya esta acostumbrada a esa cara. Le pregunto para qué las quiere. Me dice que las quiere publicar en su hi5, considero eso un bonito gesto de amistad y cariño y le entrego tres fotos (seleccionadas minuciosamente) donde luzco algo guapo o menos feo.

Ella las publica, las veo y me siento feliz, más aun mi felicidad llega a su cúspide y se consolida cuando noto que hay más fotos mías que de Martín, me produce una cierta sensación de triunfalismo agazapado.
A los pocos días quise acceder a su hi5, quise ver mis retratos plasmados en su preferencial sección de “amigos”, cuando ingresé no encontré ni una sola foto mía, las busqué y rebusqué, pensando en que quizás las había trasladado a otra sección no menos importante, pero nunca las encontré. Lo que sí pude encontrar con chocante demasía fueron fotos de Martín. Nunca me atreví a preguntarle a Anabel por qué quitó las fotos que con tanto esmero seleccioné para ella. Pero lo intuyo.

Ella practica karate, la felicito y le digo que está muy bien, que algún día tendrá que patear a su novio por controlarla tanto, ella no sabe si reírse y prefiere callar y hacerse la que no escucho nada.

Anabel me ha obsequiado un dibujo que ella misma ha hecho, antes de verlo me dice que me encantará, que es una excelente dibujante, toda una profesional, yo le creo, porque siempre le voy a creer a Anabel, cuando aprecio el dibujo le digo que está muy bonito (miento), ella me dice disgustada y de brazos cruzados que lo estoy viendo al revés, yo para recompensar mi ingrata falta, le prometo que pegaré su dibujo en la pasta de mi cuaderno mientras la abrazo agradecido. Ella señala que para eso me lo está regalando y que más adelante me obsequiará otro. Otro que nunca llegó.

Un día le envié muchos mensajes al celular, ella respondió a todos (como siempre lo hacía), eran mensajes juguetones y traviesos, inquietos y sinceros, ingenuos y delicados.
En la noche recibo una llamada a mi celular de un número desconocido. - ¿Pierre?, ¿eres Pierre? Pregunta un tipo amablemente. Sí soy yo, ¿con quién hablo? Respondo vacilante. – Soy Martín el novio de Anabel. Se hizo un silencio de extrañeza. Si dime ¿le paso algo a Anabel? Pregunto cínicamente. – No, no, ella está bien, sólo quería pedirte que dejes de llamarla y mandarle esa clase de mensajes a su celular. Quise decirle que ambos nos enviábamos mensajes, pero no me atreví, pensé en Anabel, no quise causarle problemas.
En eso hubo una interferencia con la señal del celular y ya no pude oír más las amenazas o tal vez insultos de Martín. A los cinco minutos recibo un mensaje de texto en el que me dice: Yo también soy hombre cuñao, yo también la he hecho, si en verdad eres muy hombre que esto quede entre nosotros.

Anabel desde aquel día estuvo ausente y esquiva, me encanta su imprudencia y su osadía, le encanta infringir las reglas, pero no con su novio, poco agraciado y controlador (actualmente me dejan por tipos poco agraciados y, actualmente eso me está empezando a preocupar). Le prometí que algún día escribiría de ella (como últimamente se lo prometo a todo el mundo).
Hace pocos días le envié un mensaje de texto a Anabel (desobedeciendo a Martín, que poco o nada me interesó su reclamo), quise saber cómo estaba, como le iba. Ella contestó después de treinta minutos, desde otro celular, con un mensaje lapidario. En el decía: que ya no la llame, que ya no le escriba, que dejemos todo ahí. Yo le respondí: Si quieres dejar todo ahí, está bien, cuídate mucho, saludos a Martín. Lo envié con irrelevancia, como si no me importara (mentí).
A veces pienso si Anabel aun extraña esas tardes, divertidas como ella, como yo extraño al niño que despertó en mi.











10 de abril de 2009

El amigo y el cantante











El amigo ha recibido una llamada, le acaban de informar que el cantante ha decaído, el amigo alarmado aborda un taxi y se dirige hacia la clínica donde se encuentra el cantante. Al llegar mira desesperado a todos lados, pasa por un corredor y al final de éste encuentra sentada y trémula a la desconsolada madre del cantante, que, entre lagrimas al ver al amigo no duda en envolverlo con sus frágiles y tenues brazos y deshacerse en llanto nombrando con voz quebradiza, junto al pecho de éste, a su único hijo, en busca de un afligido consuelo.
El amigo la toma fuertemente, trata de consolar lo inconsolable, besa su cabeza nevada y le pregunta dónde está el cantante, la madre con el rostro ajado y cubierto, donde sólo se le pueden ver sus resquebrajados ojos, señala con una mano temblorosa, mientras reprime el llanto, la habitación donde se concentra su infinita pena.

El amigo se desata de la madre del cantante, ingresa a la habitación iluminada, ve una blanca camilla y en ella al cantante postrado entre sabanas, el amigo lo encuentra adormecido, boquiabierto, entumecido, frío, aterido, su piel cobriza ahora es amarillenta, su rostro retorcido y su mirada desvanecida, el amigo se acerca a el y menciona su nombre mientras lo estremece alelado, pero el cantante no responde y el amigo se echa a llorar.

Interviene un sujeto de blanco –el que se dice llamar doctor-, le pide al amigo que salga de la habitación, que procederán a operar, el amigo le pregunta, con el rostro desencajado, que tiene el cantante, el doctor le contesta en un idioma poco cristiano, el amigo obviamente no entiende nada, pero sale de la habitación como si entendiera. El amigo ha notado que han llegado parientes que confortan a la madre del cantante y éste por su alienada escuela antisocial decide salir esquivo hacia el patio de la clínica.

La noche no es ajena y ha bañado al amigo con una impetuosa lluvia que disimula sus lágrimas. El amigo se siente inútil al no poder hacer nada, sus piernas y manos le tiemblan y la angustia lo consume. El amigo ha pasado toda la madrugada en la clínica, refugiándose en una tersa cobija que cubre a penas su pecho y el sueño lo conduce a aislarse del tiempo.

A la mañana siguiente, cuando el alba asoma, el sueño del amigo es interrumpido, ve que hay mucho movimiento y escucha murmullos, ¿será que habrá alguna noticia del cantante? –éste se pregunta- y la respuesta llega con arrebato ante sus ojos, cuando ve al cantante retornando a su habitación en una camilla -escoltado por una sarta de doctores- en el mismo estado, con la cabeza totalmente rapada y un descollante corte a un lado de ésta, el amigo se pone de pie, se queda aterrado y perplejo, mira apenado a la madre del cantante, un pariente de ella se acerca y le pide cortésmente al amigo que mejor vaya a su casa, que descanse, que se cambie de ropa, que regrese más tarde. El amigo no obedece, tiene miedo de irse, tiene miedo de perder al cantante, el deudo lo convence y el amigo se marcha.

Más tarde, ese mismo día, el amigo recibe otra llamada, le acaban de informar que el cantante ha despertado, el amigo llega a la clínica, ingresa a la habitación iluminada, ve la blanca camilla, en ella al cantante postrado entre sabanas y su madre sentada a su lado, el cantante percata la llegada del amigo, lo mira y sonríe, el amigo contempla al cantante, lo mira y sonríe, la madre del cantante entusiasmada anuncia en tono pueril: - Mira quien ha venido a visitarte, hijito, ¡tu amigo!, ayer se ha quedado contigo, toda la noche esperándote, mijo.

El amigo se acerca paso a paso y toma fuertemente las manos del cantante, ambos no han parado de sonreír. El amigo le pregunta: -¿Cómo está?, ¿Cómo se siente?, el cantante sigue sonriendo pero no contesta, el amigo insiste con la tonta pregunta, pero es inútil, el cantante sigue sonriendo entre labios temblorosos que se alargan poco a poco, mientras le rueda una frágil lágrima de lado.
El amigo nota que la madre del cantante se levanta de su silla y sale atropelladamente de la habitación, el cantante a perdido la voz y en ella su canto y su poesía.

El amigo disimula su desconcierto, le dice que todo saldrá bien, que esto es sólo temporal, que pronto estará bien, que pronto estará en casa.
El amigo le promete que vendrá todos los días a verlo, el cantante asiente con un plácido gesto.
El amigo odia las clínicas y los hospitales, tanto como a las hipócritas viejas beatas que acompañan a la madre del cantante –el también las odia secretamente-, pero pese a ello, no ha dejado un solo día de ver al cantante.

Al llegar a la estancia, el amigo se ha percatado que el rollizo paciente de al lado se ha apoderado del televisor de la habitación, y cree que eso es un acto de total injusticia, pues cuando este se aburre apaga la TV y se echa a dormir de costado, con el control remoto apresado entre sus gruesas manos y la punta de su nariz, liberando un estallido de insoportables ronquidos. El amigo en complicidad con el cantante han maquinado una serie de estrategias, para arrebatarle el control remoto al voluminoso hombre, pero todas han resultado un fracaso. El amigo detesta la dictadura que se respira en esa habitación, al igual que al gordinflón y los ridículos programas del mediodía que frecuentemente ve, el amigo sólo desea dos cosas. Una de ellas es: Que al gordinflón, le den de alta, y la otra, no necesariamente compasiva y, mucho menos humanitaria, es que, el gordinflón se muera de una buena vez.

Al ver que el gordo no ha mostrado indicio alguno de muerte, el amigo le ha llevado al cantante un televisor, un DVD y algunas de sus películas favoritas, el cantante lo recibe encantado, mientras le aplican algunas inyecciones, y a su madre le entregan una nueva interminable receta de medicamentos. Al día siguiente, como de costumbre, el amigo llega a la clínica, ingresa a la habitación iluminada, pero el gordo ya no está, sólo encuentra su control remoto, el amigo con un cierto sentimiento de culpa no sabe si sentirse bien o mal.

El amigo desviste al cantante y le cambia de ropa, le pone unos zapatos marrones que su madre le ha comprado, el amigo sabe que el cantante aborrece esos zapatos, pero se los pone igual.
El amigo ha llevado al cantante a dar un pequeño paseo en la silla de ruedas, el amigo puntualiza un detallado resumen de todos los chismes que son de interés del cantante, mientras éste escucha muy atento y se ríe de las cosas graciosas que el amigo profiere, ambos se transforman en un par de comadronas, como lo fueron siempre.

El amigo le cuenta un chiste, en uso de su deprimente faceta histriónica, que leyó en un grotesco librillo, el cantante ríe, carcajea, no porque el chiste sea bueno, si no por lo malo que es.
El amigo da de comer en la boca al cantante, ya que éste no lo puede hacer solo, el cantante hace un gesto de repugnancia, el amigo insiste en que coma, el cantante mueve la cabeza y las manos exteriorizando su rechazo, el amigo le dice que no lo debería desechar, que no es buena idea, que mejor se lo comerá él.

El amigo le comenta al cantante sobre las enfermeras que lo atienden, le dice que dos de ellas son muy guapas, que deberían pensar en invitarlas a salir algún día, una de ellas se acerca y trata al cantante como si fuera un bebé, un churumbel, el amigo retira lo dicho.
Su madre le pide al cantante, en tono pueril, que mencione el nombre del amigo, que lo intente, el cantante no puede, se siente abrumado. - Entonces di “si” mijo, sólo “si” – le dice su madre -, el cantante la mira, no con buen talante, su madre insiste candorosa, el cantante responde, en tono chacotero y con esfuerzo - “no”.

El amigo lleva en un “ipod” la música del cantante, el cantante escucha su voz con nostalgia, la voz que se le apago hace ya unos meses.
El amigo quiere robarle en el día a día una sonrisa al cantante, le duele no escucharlo hablar, pero le fascina oírlo reír.

El cantante no puede terminar de ver nunca las películas que le trajo el amigo, por sus inagotables visitas inopinadas, siempre se queda en la mitad de ellas, así que ha decidido - en complicidad con el amigo-, hacerse el dormido en el horario de visitas.

El amigo ha recibido una llamada, le acaban de informar que el cantante ha muerto. El amigo acude al sepelio, portando un ramo de rosas blancas, que encontró hermosas, acaricia el frio féretro y lo lleva sobre sus hombros, mientras los demás lloran abatidos, el observa sereno la muchedumbre teñida de negro. Trata de encontrar al cantante entre ellos, de quien se ha despedido todo este tiempo y no hoy. Sabe que el está ahí, entre la lluvia que curiosamente ha vuelto a caer. Yo lo he visto.
El cantante que me perdone y el amigo no soy yo.