7 de marzo de 2010

Adelante, muchacho





Dime si no se parece al ex presidente Alan, Rocío. Prorrumpió el abuelo. Éste es igual a su padre, sin lugar a dudas es un Ochoa, lleva el porte, la talla, la pinta y el sello de un Ochoa, a ver párate, párate, no te digo, este va a ser más alto que su padre, más alto que su abuelo. Ensalzaba el viejo a sus anchas, con el alborozo de una carcajada que sonrosaban sus cachetes fofos, a ese aun pequeño, retraído y regordete niño que pertenecía a su más distinguida estirpe: Yo.

Rocío, mi madre, de forma obsequiosa, lo escuchaba muy atenta, mientras las tías, primas y primos presentes nos pulverizaban con sus ojos de rechazo y sus risitas fabricadas.

Y cómo le va en el colegio. Curioseó el veterano. Muy bien, don Felipe. Contestó mi madre. Gracias a Dios ocupó el primer puesto este año. Ah caramba, chanconcito me resultó el muchacho. Se admiró el inmenso hombre, mientras escrutaba gesticulando a la concurrencia de par en par, y la copa de coñac que mecía suavemente en su mano amenazaba con rebasar.

Fijo que lo de inteligente lo heredó de su padre. Prorrumpió la tía Estela, con una risita maliciosa, dirigiéndose a la espontánea tía Beatriz mientras ambas estallaban en un mar de insoportables carcajadas.

Mi madre emuló una de las sonrisas de la casa de los Ochoa, cual cumplido concedido, reír en ese entorno se aproximaba a mandarse al demonio pero con maneras.

Las carcajadas cesaron, el abuelo tomó un sorbo de la copa, posó su pesada mano sobre mi cabeza, y me preguntó: Tu abuela me contó que te encanta ir a la iglesia, es eso cierto, muchacho, te agrada la misa, te gusta escuchar la palabra del Señor. Fijé la mirada temerosa en su decrépito rostro y sacudí la cabeza. Le gusta mucho, don Felipe. Mi madre asistió a la respuesta. Con decirle que me pidió que hablara con el Padre Francisco para que él fuese su monaguillo en las misas dominicales. Ah caray. Se turbó el viejo. Quiere ser curita el muchacho. Bueno es propio de la edad. Prosiguió el sexagenario. Luego se le pasará, ya verás, mocoso, serás un mujeriego, un playboy como tu abuelo, sino calcula cuantos tíos tienes. Sin lugar a duda mi Pierre será un donjuán. Garantizó mi madre. Hasta me resultó todo un romántico, don Felipe. ¿Romántico? Se asombró él. Así es. Continuó ella. Le encanta tocar el piano, siempre le pido que me engría con Ballade pour Adeline, es la que mejor le sale. Pero sobre todo le encanta escribir poemitas. ¿Poemitas de amor? Preguntó con sorna el viejo. Sí, de amor. Respondió ella. El abuelo me contempló con sus ojitos diminutos y graciosos. Acaso estás enamorado, muchacho. Me preguntó. No, abuelito. Respondí al fin. Escribo porque me gusta.

Y nos puedes deleitar ahora con uno de tus poemas. Propuso él. Vamos, amor. Me alentó mi madre. Recítale uno de tus poemitas al abuelo, que tiene muchas ganas de oírte. Me puse de pie, enterré la mirada al suelo, y en mis adentros rebuscaba el verso inicial de uno de ellos.

Sólo espero que no seas como ese que se hace llamar mi hermano, muchacho. Increpó el enorme hombre. También le gustaba mucho escribir, desde muy niño, como tú. Mi padre era feliz oyéndolo exclamar sus poemas de palabras ampulosas y difíciles. Muchas veces llegue a pensar que ni él mismo lograba comprender esas frases enrevesadas y armoniosas. Hasta que después de muchos años publicó un libro en el que se dedicó a perjudicarme. Eso indignó a toda la familia, por supuesto. Nunca hagas eso, muchacho. Nunca emplees el lápiz y las hojas para dañar a los demás, en pocas palabras: nunca seas una mierda. Bueno, ahora sí, basta ya de malos recuerdos. No valen la pena. Adelante, muchacho.

23 de febrero de 2010

¿Has visto a los fantasmas?








Son las dos de la madrugada del martes y no logro dormir, busco una posición adecuada, que me produzca el ansiado sueño, en mi confortable cama y en el esponjoso colchón que compré hace unos días, pero no tengo éxito.


Me levanto de la cama un tanto sofocado, rendido, y con la ligera sospecha de haber sido maliciosamente estafado por el atento sujeto de mangas de camisa que me vendió el colchón garantizándome que dormiría plácidamente como el tipo que aparece con su mujer en el comercial de dicho producto adormecedor, aunque en el fondo sé que el desgraciado duerme feliz porque tiene una bella mujer al lado y no por su afeminado colchón de marca celestial.
Me dirijo a la cocina por un vaso de agua, quizás para relajarme un poco, enciendo la luz, abro la refrigeradora y encuentro una coca-cola, entonces decido tomarme la coca-cola, aunque sé que no debería, pero nunca hay que menospreciar una coca-cola.


Mientras bebo y estoy en la cocina trato de no hacer ruido alguno para no despertar a los demás, pero a pesar de todos mis esfuerzos he interrumpido el sueño de Marcelina, la empleada de la casa. Joven, qué hace despierto a esta hora. Me pregunta casi regañándome, bostezando y restregándose los ojos. Lo siento, Marcelina. Me disculpo. No quise despertarte, es que no podía dormir y vine a tomar algo. Le explico. Pero no tome esa cochinada pues, joven. Me riñe. Le va a dar gases y se le va a poner como globo la panza, mejor le preparo un matecito. Se empeña. No te preocupes, Marce. Insisto. No creas que por hacer eso mi papá te va a pagar horas extras. Le bromeo. No, joven, como cree. Se ríe. Se hace un silencio y pienso en ir a probar suerte otra vez con mi nuevo colchón. Joven, una preguntita. Dime, Marce. Sigue de novio con su chica. Curiosea un tanto tímida e indecisa con una risita traviesa. No, Marce. Le confirmo. Ya no sigo de novio con mi chica, ella ya no es mi chica y yo ya no soy su novio. Le aclaro. Mejor, joven. Me alienta. Su chica no me caía. Y por qué no te caía, Marce. Pregunto curioso. Porque lo hacía sufrir mucho a usted, joven. Me sermonea fraternalmente. Aparte era media pituquita y se creía. No me hacia sufrir, Marce. Le explico con un gesto benévolo. Pero no te preocupes. La complazco. En lo posible trataré de no hacerme novio de pituquitas creídas. Mejor, joven. Me aconseja.


Calló de nuevo y preguntó con cierto interés su rostro legañoso: Y por qué ya no escribe, joven. Dejé de escribir por el trabajo, Marce, llegaba muy cansado. Le aclaro. Con razón pues, joven, pensé que era por lo que había dicho su hermano del blog…blog es ¿no? Se cerciora. Sí, Marce, y qué había dicho él de mi blog. Fisgoneo atraído por la crítica constructiva de mi hermano menor. El otro día escuché al joven diciéndole a su mamita que su blog era una cagada. Responde ella tan fiel y veraz como siempre. Cagada ¿no? Me cercioro. Sí, joven. Asiente ella. Bueno me voy a dormir, Marce, que descanses. Me despido. Usted también, joven, buenas noches y no se olvide de rezar.


Camino a mi habitación encuentro a mi hermana menor en el pasillo, se acerca sigilosamente con el cuerpo encogido y trémulo, me dice espantada que no puede dormir, le digo que yo tampoco, me pregunta con voz quebradiza si yo también vi a los fantasmas, le respondo que no, que yo sólo vi a Marcelina. Le pido que se calme y le digo que los fantasmas no existen (aunque sé que sí existen, pero miento para que se calme), la llevo a su habitación, enciendo la tv, pongo su programa favorito de cable y la acompaño hasta que duerma.


Llego a mi habitación y ya son las tres de la madrugada, me derribo en la cama y suena el celular, contesto, es Lucia, me reclama con una voz confusa y prepotente por qué ya no escribo sobre ella, está ebria y se oye una música monótona a lo lejos, no llego a entender lo que profiere con esfuerzo, entonces le sugiero que le pida a su novio que le escriba por mí. Se molesta, grita un par de improperios indescifrables y cuelga.


Escucho rechinar la cerradura de la puerta de mi habitación y advierto que esta se abre, logro ver a mi hermana, y ésta me regaña por haberla dejado sola, me disculpo con ella, le digo que no volverá a pasar, le pregunto si volvió a ver a los fantasmas, me dice que no, pero que no quería quedarse sola en su habitación. Se acuesta a mi lado y sé que dormirá conmigo, me recuesto también y pienso si debería volver a escribir, si debería volver a golpear a los perros con los que crecí, si valdría la pena sacarlos a pasear y darles de comer, tal vez oírlos ladrar o acaso aullar y luego ver como se muerden unos a otros hiriéndose y arrancándose las carnes.
Ella me mira con los ojos entrecerrados y me pregunta ya casi adormecida y con la voz apagada si ya he visto a los fantasmas. Yo creo que sí. Le respondo.