4 de septiembre de 2009



Capítulo de mi novela (PROYECTO)




DESPERTÓ, PERO sus ojos aún parecían entrecerrados, sintió el cono de luz estrellar en sus mejillas y entibiarlas levemente: el silencio lo inquietaba. Intentó mover apenas sus delgadas manos curtidas, delineadas de cintillas de tonos verduscos, tendidas sobre unas sabanas blancas que lo cubrían desde el pecho hasta los pies: era inútil.

Su respiración era confusa, honda, pausada y agitada y pausada otra vez, un vientecillo se colaba por la rendija de alguna ventanilla de la habitación de paredes blancas y atmósfera frígida, adentrando por las callosas plantas de sus pies, recorriendo sus muslos y sus piernas arqueadas, filtrándose en sus brazos y extinguiéndose en el cuello y sus orejas.

Parecía más delgado. Los huesos pegados a la piel, y los labios fruncidos, hundidos y resecos, donde el rabillo apilaba trocitos diminutos de saliva que embadurnaban sus bigotes ralos. En sus sienes crecían pequeñas motitas grisáceas y sus cejas hirsutas cedían de a poco.

La imaginó por un momento. Su lengua humedeció sus labios con dificultad. Centellante e indomable al principio, piensa. El general don Emilio Arévalo la trajo desde la Argentina a cargo de una deuda garantizada de la que se adueñó sin consulta alguna. Tuvo un acceso de tos y sintió nauseas al tragar su saliva. Tenía mala fama: de mujeriego, estafador y borracho y de cuando en cuando lo veían entrar de muy noche a algún burdel de la zona que rodeaba al fortín. Su frente brillaba y brotaban gotitas minúsculas que fluían y se confundían con el airecillo que estremecía sus orejas y el cuello lleno ya de surcos.

Sabían que era casado, su mujer toda una dama, una señora de su casa, de lentes oscuros y nariz respingada. Pero nadie se metería con él, Mi general, buenos días, don Arévalo, buenas noches, le tenían respeto, pero sobre todo miedo, piensa. ¿El general Arévalo? ¿El señor Arévalo? Sí, un modelo a seguir, todo un caballero, un ejemplo para la institución. Bajo sus ojos ocultos se formaban unas bolsas violáceas que avejentaban su rostro y una mancha sombría ensuciaba su quijada. Piensa: el hijo de puta de Arévalo.

Imaginó la cuadra, sus pasadizos hediondos, sus paredes blancas, agrietadas y descascarilladas donde se dejaban ver pequeñas cortezas rojizas roídas por la humedad que difuminaba en el recinto, pintas descoloridas de rombos púrpura, separados por intervalos de pórticos pardos con apretados paneles rectangulares.

Notó aproximarse un rostro femenino sobre el suyo, el cono de luz impacto en su nuca y eclipsó parte de su figura, formó una aureola brillante, parecía la imagen de una virgen, de esas a las que, mañana, tarde y noche, les rezaba su esposa, doña Aurora, con una religiosidad infinita.

– Buenas noches, sargento. – Pronunció la voz desagradable.

Después de unos segundos se acondicionó en la penumbra entre luces y alcanzó a entreverle la cara. Una mujer obesa de atuendo blanco y mangas cortas, con labios exageradamente pintados de rojo, y hermosos ojos celestes, blindados por unos cristales de marcos dorados, que combinaban, rutilantes, con las alhajas y aros que adornaban, inútilmente, sus gruesas muñecas y manos, al igual que sus orejas, simuladas por una madeja de cortos cabellos negros, que cubrían apenas su nuca y meneaban un sinuoso flequillo recostado, descubriendo así, una frente colmada de numerosas pequitas castañas.

El hombre un tanto desilusionado, recordó nostálgico, a las esbeltas y excitantes enfermeras de las películas pornográficas norteamericanas, o tal vez europeas, que tanto veía, aun cuando deambulaba en pantalones cortos.

– Qué le pasa sargentito – Dijo la mujer con tono punzante. – No me quiere contestar, ya le comieron la lengua los ratones, o todavía sigue enfermito y no pude hablar.

Hablabas sin mirarlo, acaso por desinterés, tal vez por cobardía o quizás simplemente para que no recordara tu cara, tus facciones, tu apariencia. Sabias que ahora, cualquier trabajito, por malito que sea te ayudaría con un plato de frijoles en la mesa. Menos mal que la tía Adelina te prestó las joyitas, sino quizás ni te hubiera recibido en la puerta, ya sabias que al general le importaba mucho la buena presencia y odiaba la dejadez, tenía un carácter de los mil diablos, ya te lo había dicho la tía Adelina, ella siempre tan enterada de todo, menos mal que seguía de querida de ese comandante mañoso, por eso se hizo más fácil el asunto.

La mujer yacía de espaldas hacia el hombre y manoseaba sigilosamente y sin prisa jeringas y pequeños inyectables que pulsó con la yema de los dedos. El sargento veía sus carnes flácidas colgar de sus brazos y encogerse en sus codos, su gigantesco trasero enfundado en esos pantalones enormes.

– Es hora de su medicina, sargentito precioso. - Anunció su voz chillona, con una risita estampada en el rostro que infló aun más sus mejillas sonrosadas, formándole unos pequeños hoyuelos.

Jurabas ir a misa el domingo y confesárselo al padre Santiago, pero no todo, no te convendría, los curitas no son buenos confidentes, no se guardan todo, sólo lo que les conviene. ¿Contarle lo del sargentito? Ni hablar. Ya me lo había dicho el general y repetido todavía por si acaso era medio bruta. – No me conoces, nunca me has visto. Hasta me amenazó, por si hacia algo mal. Con los dedos entrecruzados cubriéndole el rostro en ese cuartito tan tenebroso, estrecho y asfixiante ¿Me mandaría matar? Mejor voy a misa el domingo pero no me confieso y comulgo con las viejas beatas, total, esas andan peor que yo.

La mujer se volvió hacia él y exhibió el relucir de sus uñas rojizas, mientras sus ojos celestes apuntaban a uno de los chorritos violentos que salpica una de las jeringas. El hombre empezó a retorcerse y reproducir gemidos que agonizaban en la habitación y atravesaban mutilados los pasillos oscuros de pisos y paredes de mayólica encuadrada. Su cuerpo comenzaba a temblar instintivamente, sus ojos implorantes se abrieron hasta enrojecer y dilatar sus pupilas extraviadas y su cuerpo raquítico daba pequeños rebotes en la camilla hasta hacer rechinar las débiles láminas. Empezaba a lamentarse, y a estirar el cuello, formándosele unos pequeños cartílagos oscuros, su boca se retorcía hasta darle un aspecto cadavérico y su respiración era cada vez más agitada. El tatuaje verdoso grabado en su pecho, en forma de mujer, aumentaba y reducía su tamaño.

– Ay sargentito, no sea quejón. - Le regañó ella, mientras ladeaba su cuerpo y descubría su nalga enjuta.

La mujer miró su espalda lívida, llena de llagas cruzadas y hendiduras reproducidas por las sábanas fruncidas donde reposaba el hombre. Sintió culpa: Desde cuándo que estaría aquí, cuánto tiempo más se quedaría, discúlpeme sargentito, yo sólo cumplo con mi trabajo, pensó.

Con esta platita pago mis cuentas y me compro un vestidito largo, uno que vi en el catálogo de una revista donde aparecía pura chica guapa. Y a ver si salgo con el Edilberto, al menos creo que con esto puedo vivir tranquila hasta morirme, mejor no, con ése no hay futuro, ya ves lo que le paso a la Delfina por meterse con un bueno para nada, terminó llena de hijos y manteniendo a un borracho mujeriego. Ay virgencita del Carmen, por eso te rezo día y noche, para que me mandes a uno bueno, que no me engañe, y si lo hace, no darme cuenta, ya, ya viejito no se me queje mucho.

Lo pinchó al fin y filtró el líquido espeso lentamente. El hombre sintió estirar sus miembros y entumecer los dedos de las manos, mientras recorría el fluido viscoso y consumaba su curso torturante, martirizador, entretanto sus quejidos se apagaban en una boca entreabierta.

Recuerde usted, que aquí, ya no puede dar más ordenes, sargentito. – Le sugirió ella, despidiéndose y adoptando una postura benevolente.

La mujer se acercó a él, miró por unos segundos su rostro que yacía inexpresivo, le signó la señal de la cruz y le dio un beso en la frente.

Mientras se retira, a través del biombo de la habitación, el sargento ve con el rabillo del ojo pasar dibujada y desproporcionada, la silueta ensombrecida de la mujer rolliza, Ésta desconecta la luz, se pierde en la oscuridad y sus pasos se apagan al fondo del pasillo.

2 de septiembre de 2009

c’est la même chose



Te amo, porque no existiría otro sentimiento que pueda convivir entre nosotros, porque el día en que

llegaste a mi vida supe que te amaría por siempre, porque soy otro cuando esto

y a tu lado, porque decirte amiga sería como pasar por la misma vereda y no mirarnos las caras y porque cuando me miras con tus ojos traviesos eres niña, mujer

y amante.

Te amo, porque siem

pre quieres tener la razón en todo, porque conoces como llegar a todos lados pero terminas tomando un taxi, por tus incomprensibles suspiros asfixiantes, por tus estrafalarios gustos musicales, porque te ríes de mis chistes sin chiste y porque me pones en mi lugar con una mirada fría y una voz grave.

Te amo cuando me pides que pare y tus gestos dicen otra cosa, cuando eres inmadura pero con voz madura, cuando me pides masajes sólo en la espalda, (pero olvidaste que pagaste el paquete completo), cuando me pides que te mande un mensaje de texto después de media noche y sabes que no tengo saldo y cuando me transmites esa risa contagiosa, cuando lloras y te acuestas en mi pecho.

Te amo cuando juntas tu cuerpo al mío y me miras con una sonrisa coqueta, cuando me dices que soy un eléctrico pero tú mi corto circuito, cuando imaginas una casa enorme llena de piletas, piscinas y jardines pero nos falta dinero para ir al teatro, cuando hablas de lo que no sabes y te escucho para imaginármelo, cuando me dices ven a las cuatro y sabes que quiero ir a las tres.

Te amo cuando tu voz se transforma y me vuelvo un adicto a ella, cuando me dices que soy más guapo que ese actor de televisión y sé que es la mentira más hermosa del mundo, cuando haces un infinito preámbulo para darme una mala noticia, cuando me dices vete y no quieres que me vaya.

Te amo cuando me hablas bien en francés y me hablas mal en español, cuando hago cosas como esta, que sé que más adelante irán a parar a manos de alguna amiga tuya, cuando me lamento de haberte hecho caso por el corte de cabello que me hice, cuando te beso y me muerdes suavemente los labios, cuando eres toda una profesional de los masajes, cuando bebes y luego te arrepientes de lo que me has dicho al oído, cuando me despiertas con un beso y cuando sueño después de hablar contigo en la noche.

Te amo cuando me hablas bien en francés y no comprendo nada, con esa versatilidad envidiable y no comprendo nada, pero prefiero seguir mirándote, sin comprender, amándote y besándote, total: c’est la même chose.